Con Ancón pasa lo mismo que con la mazamorra. Es un sabor adquirido. Una experiencia que me recuerda a la infancia, a la primera vez que iba en bicicleta sin rueditas y a mi primera gran juerga. Con su basurita, sus tumultos y su decadencia, es una versión peruana de la India. Su olor a mar, a sudor y algas. Caminar por el malecón un Domingo, esquivando a las multitudes, a las bicicletas y anconetas, me tranporta a Nueva Delhi... no conozco Mumbai... pero en mi cabeza, debe ser una versión gigante de los domingos de Ancón.
Este fin de semana fue diferente. Nadia nos alegró con su sonrisa y Boro con su noctambulismo. Los días transcurrieron en tecnicolor. Yo si que soy un animal diurno. Disfruté como chancho del mar en alta mar, esquivando malaguas para luego tirarme al sol en la proa. Allí, Boro dormía, recuperandose de la noche y de los ronquidos en hebreo. De noche jugabamos, al aire libre, como cuando eramos chicos. He ahi el recuerdo la infancia. No hay espacios cerrados con humo. La primera noche jugamos con los chicos y la segunda jugamos con los grandes.
En Ancón no hay que manejar, no hay discotecas y menos obligaciones. Que mas puedo pedir.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, bum ... su mesa está lista.